Una de las pocas cosas bonitas que nos quedaban como aficionados de los Boston Celtics era el orgullo de saber que en toda la historia de la franquicia, nunca un jugador de esos que a los más sectarios nos gusta llamar «un auténtico celtic» se había retirado sin un anillo ni su número colgado del techo. Desde Bill Russell a Paul Pierce, por mucho que costase, todos aquellos jugadores con los que la grada había sentido un vínculo casi fraternal podían presumir de haberlo ganado todo y de que jamás nadie vestiría nunca más su camiseta. Esa es otra parte de la mística, quizás la última, que se ha ido volando por la ventana tras el traspaso perpetrado esta noche por Brad Stevens.
El deporte, como cada elemento de esta suciedad turbo capitalista en la que vivimos, hace tiempo que dejó de ser un punto de cohesión para convertirse en una fría hoja de Excell más. En un mundo en el que hasta la producción de comida ha dejado de realizarse para la que debería ser su única finalidad, alimentarnos, para simplemente lograr beneficios económicos -posibilitando absurdos como que regiones enteras subsistan y pasen hambre pese a que su principal actividad es la agricultura, pensar que aún quedaba algo más que nos moviese que los fríos números es algo que solo se podían permitir los más idiotas. O los más románticos, que viene a ser lo mismo.
Hay una cosa que, como lector enfermizo de libros de fantasía, siempre me molesta muchísimo. Sin importar la saga, los autores, quizás por vagancia, quizás por dotar de epicidad la historia, nos presentan un mundo en el que la magia, otrora protagonista y motor de universo, se encuentra en sus últimas horas. Dando sus últimos coletazos. Solo ese pequeño chaval de esa aldea de mierda parece tener un resquicio del gran poder perdido. Y aún así, generalmente, esa enormidad de poder, es solo una pequeña dosis de lo que antaño era común.
Marcus Smart era, para todos los aficionados de los Boston Celtics que aún dedican más tiempo a vivir que a aparentar, que aún creen que una tarde de cervezas en tu barrio con los de siempre valen más que una escapada de fin de semana en Copenhague, que siguen usando twitter y rechazan Instagram, ese héroe a punto de emprender su camino.
Para esta santa casa, también en horas bajas a causa de esa esa vida que nos lleva por delante con hipotecas, trabajos y demás cosas urgentes que nos impiden centrarnos en lo importante, era mucho más. A fin de cuentas, el Despacho y Marcus Smart siempre fuimos uno. Abrimos el mismo verano que él llegó a los Boston Celtics, crecimos a la par que él, y diría sin temor a equivocarme, que más del 30 % de los artículos aquí publicados lo tenían como protagonista. Y con el orgullo de jamás haber sugerido, ni en medio podcast, que era buena idea traspasarlo por absolutamente nadie.
Y eso que habría sido mucho mejor para nosotros. El SEO, el engagement y la publicidad de Google son los tres cánceres que están matando cualquier atisbo de periodismo deportivo que podía quedar en internet. Un artículo tratando de explicar por qué es un base por mucho que sus entrenadores se empeñasen en lo contrario, y otro comparándolo con un puto Berseker jamás tendrían el impacto en visitas – y por lo tanto anuncios – que uno planteando su traspaso por yo qué sé, Tim Hardaway Jr..
Todas esas son las cosas que Brad Stevens no entiende. El primer (grandísimo) entrenador y último (muy buen) General Manager de los Boston Celtics nos deja el regusto de haber estado años fingiendo ser uno de los nuestros, cuando solo era un empleado más de una Big Four travestido de apasionado del baloncesto. Sí, a lo largo de los años ha dejado centenares de declaraciones alabando el juego, incidencia, peso específico y corazón de Marcus Smart; pero, como suelen decir, los hechos dicen más que las palabras.
Y los hechos son que, como entrenador, prefirió a Rajon Rondo, Evan Turner, Isaiah Thomas, Kyrie Irving, Kemba Walker y, en ocasiones, hasta a Gordon Hayward o Terry Rozier, como bases del equipo antes que a Marcus Smart. No fue hasta la llegada de Ime Udoka que el entrenador de los Boston Celtics se atrevió a darle el volante del equipo y ponerle a tiempo completo como lo que ha sido toda su vida, un puto base.
Y aún así, lo hizo tras un verano en el que le trajo a Dennis Schroeder por razones que solo él puede comprender. Y, por si acaso no nos quedaban claras las cosas, en febrero trajo a Derrick White.
Nosotros, los aficionados, estábamos tranquilos. A fin de cuentas, Marcus Smart seguía en el equipo – se va como el 18º jugador con más partidos vistiendo esta camiseta. Cómo no lo va a hacer, los Celtics nunca se han perdido los Playoffs desde su elección en el Draft. Es más, siempre ha dado un salto importante en post-temporada, siendo de manera constante mínimo el tercer mejor jugador de la plantilla en hasta media docena de Game 7 jugados a lo largo de estos años.
Seguíamos ciegos cuando, el verano pasado, tras las primeras finales de la NBA en diez años, a lomos de una de las mejores defensas de la historia solo posible por el primer base en ganar el DPOY en 30 años, Brad Stevens trae a Malcom Brogdon. Otro maldito base.
Y la culpa es nuestra. Si habla como un vendedor de seguros, si se viste como un vendedor de seguros, y si ha nacido en Indiana, lo más seguro es que sea un vendedor de seguros. No un tarado que confía en que sigue habiendo lugar en el mundo para algo más que una cuenta de resultados.