Habiendo pasado ya unos días del obligatorio proceso de luto, creo que es de justicia dedicar unas líneas al proceso que ha llevado a los Celtics a quedarse a dos victorias del campeonato de la NBA. También, a título personal, debía volver a escribir para saldar una cuenta que, ya desde hace algunos meses, tenía pendiente. Creedme, lo he tenido muy presente.
Allá por el final del año 2021, la situación deportiva de Boston distaba mucho del escenario que se ha acabado alcanzado. Vamos, que ni el más optimista del grupo se imaginaba el desenlace de la temporada. Los Celtics no ganaban, no jugaban a nada e incluso el entrenador parecía un monigote puesto por el ayuntamiento. No me avergüenzo de reconocer (está registrado en estas líneas), que me rendí con Ime Udoka y sus chicos.
Aunque finalmente acababa viendo la gran mayoría de los partidos porque el ardor interior es muy difícil de apagar, se me ocurrían muchos planes mejores a ver un partido de los Celtics en aquel punto. Aquí incluyo incluso el castigo físico. Capitulé, puse el piloto automático y esperé a que el curso terminara lo más rápido posible. Un resumen de mi vida universitaria. No obstante, algo cambió.
Boston empezó a carburar, jugaba un muy buen baloncesto, defendía como si les fuera la vida en ello y, lo más importante, ganaba. Nunca me ha pesado reconocer un error y aquí no iba a ser una excepción, pero entró en escena algo que muchos de los que leéis esto seguro que comprendéis: los aficionados estamos locos.
En mi trastocada mente, comenzó a flotar la idea de que los Celtics estaban ganando porque yo decidí rendirme. Sí, así de ególatra como suena. El destino de un equipo de baloncesto profesional, a miles de kilómetros de mi ubicación, dependía de un texto escrito por un imbécil de 29 años. Me veía en la obligación de reconocer mi error por escrito, pero, ¿y si eso significaba que Boston volvía a las (malas) andadas? ¿Podría dormir por las noches? ¿Acaso tengo poderes? ¿Hay vida ahí fuera?
Sonará extraño, pero no voy tan desencaminado. Me cito a mi mismo en diciembre:
«Tampoco quiero ocultar que una ínfima parte de mi subconsciente está escribiendo esto conjurando mis reconocidas habilidades de gafe ya como último recurso. Creedme, nada me gustaría más que imprimir este artículo y comérmelo de aquí a un mes».
En fin, esta cábala duró desde diciembre hasta junio, cuando los Warriors nos despertaron del sueño a un pasito del glorioso final. ¡Estaba dispuesto a abandonar esto si los Celtics ganaban el anillo! Es cierto que tampoco me he sentido solo, ya que he podido observar rituales de todo tipo en estos Playoffs: Tweets con los mismos textos y a la misma hora, repetir ropa interior, comer siempre lo mismo en días de partido… Incluso hay quien hubiera sacrificado un dedo por ver a Jayson Tatum, Jaylen Brown y compañía levantando el trofeo.
Estuvo cerca, pero los finales felices solo ocurren en el cine. Ya sin la presión de sostener a todo un equipo sobre mis hombros figuradamente (creo), puedo redactar esta especie de disculpa por aquellas líneas que, desde la más profunda desesperación, escribí desde la soledad de mi habitación mientras estaba aislado por el dichoso virus.
Perdón
Primeramente, debo pedir perdón y, a la vez, quitarme el sombrero con Udoka. Nuestra relación no empezó bien, ya que la burla tras participar en el descenso de mi amado Estudiantes y su aparente incapacidad al principio de temporada, me dejó en la fácil situación de atizar todas y cada una de sus decisiones. El rencor es poderoso, pero su respuesta también lo ha sido. El éxito de los Celtics en este curso no se entiende sin la mano del entrenador novato. Boston ha dominado desde la defensa, y ésta tiene la rúbrica del ex de los Spurs de principio a fin. Lo que empezó muy mal, acabó muy bien, así que a Udoka lo que es de Udoka.
Por aquellos tiempos, también me despaché a gusto con la inteligencia baloncestística del equipo. Es cierto que, después del último tramo de las Finales, este problema ha vuelto a salir a la palestra, aunque con un gran pero. El descalabro ofensivo, basado en malos porcentajes y un sinfín de pérdidas que hemos presenciado en el momento decisivo de la serie ante los Warriors, tiene un factor predominante llamado cansancio. Los Celtics no tenían gasolina (y no está la cosa como para llenar el depósito) y lo pagaron claro. Tú lo sabías, ellos lo sabían y Golden State también. El desenlace, peso a doloroso, era inevitable.
El nivel de ejecución ofensiva se asemejaba al del principio de la temporada regular. En ese momento, los Celtics jugaban a un sucedáneo de baloncesto en el que dos jugadores hacían la guerra por su cuenta mientras los otros miraban. Ahora, no había fuerzas ni para una pequeña riña de bar. El sabor de boca final es amargo, pero durante un largo periodo, un delicioso periodo desde febrero a junio, los chicos de Udoka me volvieron a callar la boca. Marcus Smart al mando en el puesto de base, y el elenco de secundarios aportando junto a los actores principales. Receta de éxito que llevó a Boston desde la mediocridad (siendo benévolos) a la cima.
Sin entrar en muchos más detalles que ya hemos ido desgranando en esta casa durante el año, la decepción final no debe nublar la vista a la hora de valorar el cómputo global del curso. La nota de los Boston Celtics, pese al comienzo, es de sobresaliente. Nadie en su sano juicio habría imaginado terminar a dos partidos de ganar el campeonato allá por enero; yo el primero. Este año no tocaba. El éxito nubla la mente, y de ahí que exista gente que se atreva a osar criticar el rendimiento de un Jayson Tatum que ha estado colosal hasta que su cuerpo ha dicho basta. Si vamos a renegar de la estrella de un equipo que ha llegado a las Finales, y que incluso ha sido reconocido en el mejor quinteto de la liga, nunca vamos a estar satisfechos.
Ahora toca el momento más importante de la campaña, donde Brad Stevens debe analizar lo que aún le falta a este equipo y apuntalar así una plantilla que se cuele entre los favoritos por derecho propio. Una vez conseguido esto, ya tendremos tiempo para crear nuevas cábalas para autoengañarnos sobre nuestra importancia sobre el devenir mundial. Toda ayuda es poca.