Ahora es cuando debería tratar de convencerte de que solo es un bache. Ahora debería argumentar con más o menos acierto que el equipo necesita tiempo y que todo lo que ahora te cabrea, en unos días será una divertida anécdota. Ahora mostraría mi total confianza en que la situación se revertirá porque hay equipo y hay entrenador. Si esto fuera una película, en estos momentos habría un montaje de escenas de entrenamiento en el que, las gotas de sudor de Jayson Tatum, Jaylen Brown y compañía, serían acompañadas con música de Imagine Dragons. Quizás sería más divertido y fácil de escribir, pero estos Boston Celtics no invitan al optimismo.

Sirvan estas líneas como mi capitulación oficial para con el equipo dirigido por Ime Udoka durante esta temporada. Tan solo han pasado un par de meses, pero el hartazgo a estas alturas del campeonato es importante. De verdad que me costaría horrores juntar unas 500 palabras para encontrar algo de luz en lo que hemos visto hasta la fecha. Es que ni siquiera podría utilizar el manido «al menos tenemos salud». En fin, un desastre.

Ha llegado un momento en el que ver un partido de los Celtics se ha convertido en esa comida a la que dabas vueltas en el plato esperando a que, por obra divina, desapareciera. Lo peor es que ahora no tienes una autoridad detrás que te obligue a hacerlo con la mano abierta anunciando una colleja; es simplemente masoquismo. Hasta que no te termines el partido ante los Timberwolves, no sales.

Alguno podría criticar mi faceta de seguidor por renunciar a un equipo que no gana. Nada más lejos de la realidad. Cualquiera que me conozca y sepa mis aficiones en materia deportiva, puede asegurar que el concepto de perder es casi una característica atrayente por alguna razón que precisaría de muchas sesiones de terapia para entender. Ganar es importante, pero he visto casi 82 partidos de unos Celtics formados por Kris Humphries, Tyler Zeller o Von Wafer con mucho más gusto que esto.

Perder, como en todo deporte, es una opción. Lo que perpetra el conjunto de Boston con cada vez más regularidad, es un atentado. Quizás, el partido de Navidad es el más ilustrativo en este caso. Ir al pabellón de los Milwaukee Bucks y caer derrotado podría entrar dentro de lo previsible; nadie habría quemado iglesias por ello. Ahora bien, cuando en alguna fase del partido has ido delante por 20 puntos, y a falta de 5 minutos para el final mandas por 13 tantos, acabar cayendo estrepitosamente con el enésimo parcial sonrojante en contra, el fuego parece amistoso. ¿Y qué es lo peor? Que en el fondo, todos sabíamos que iba a pasar.

Todo mal

 

Por dar un mínimo resquicio de luz al sótano de los Celtics, hay que reconocer que el parte médico del equipo de Massachusetts es partido a partido un listado de las Páginas Amarillas. La COVID-19 con su nueva y flamante variante está golpeando a la totalidad de la NBA (y el mundo), y como no podía ser de otra manera, Boston no iba a perder la oportunidad de salir en la foto.

No obstante, cabe decir que el momento más feliz de esta temporada ha surgido gracias a esto. La canasta de Joe Johnson a sus 40 primaveras, con un TD Garden entregado, es de lo poco que hemos podido echarnos a la boca esta campaña. Sí, estamos hablando de una acción sin importancia alguna en un partido que los Celtics, por algún azar del destino, habían sentenciado con anterioridad. Ese es el nivel.

En fin, volviendo al tema, estamos a horas de comenzar enero y se pueden contar con los dedos de una mano los encuentros en los que Udoka ha podido contar con todos sus efectivos. Esto, sumado a unos jugadores que hacen la guerra por su cuenta con la inteligencia baloncestística justa para acordarse de botar el balón de vez en cuando, y un entrenador de cartón piedra que figura por ahí, forma una receta del fracaso que estamos viendo en estos momentos.

Admiro a aquellos que aún conserven algo de fe después de lo que hemos visto hasta este momento, pero a mí solo me queda rezar porque esta temporada pase pronto, y Brad Stevens acabe tomando las temidas y necesarias medidas para intentar darle un vuelco al proyecto. Me acerco a los 30 y ya estoy viendo que la paciencia no será una de mis virtudes. Tampoco quiero ocultar que una ínfima parte de mi subconsciente está escribiendo esto conjurando mis reconocidas habilidades de gafe ya como último recurso. Créeme, nada me gustaría más que imprimir este artículo y comérmelo de aquí a un mes. Esperando el milagro, repito: Me rindo.