Tengo un vivo recuerdo del momento exacto en el que mi carrera estudiantil se fue al garete. Y creo que, más o menos, todos tendremos un recuerdo parecido en nuestras memorias. Tras dejar claro que jamás íbamos a pertenecer a los Ultra Sur, al superar con extremada facilidad la educación primaria, llegábamos a la ESO con esa aura que hace que nuestros allegados depositen grandes expectativas en nosotros. A fin de cuentas, nos gustaba leer, sacábamos buenas notas y aún no nos habíamos roto ningún hueso robando peras.
Sin embargo, en algún momento indeterminado durante los siguientes años, una dolencia, un despiste, o un capítulo especialmente interesante de Digimon haría que se nos fuese el santo al cielo la tarde justo antes de un examen y, por primera vez en nuestras cortas vidas, afrontaríamos esta cita sin estudiar. El horror. Sudores fríos, maquinaciones sobre cómo explicar por la mañana que nos hemos levantado indispuestos. ¿Podrá viajar un menor a otro país y empezar una nueva vida de cero?
Un nerviosismo extremo solo provocado por el machaque al que nos someten desde la infancia sobre la importancia de estudiar día a día y ser constante. Cuál sería nuestra sorpresa al llegar a esa prueba escrita que ineludiblemente nos iba a condenar al ostracismo, a una vida en la calle y a la vergüenza causada tras decepcionar y deshonrar a toda esa gente que tantas esperanzas había depositadas en nosotros, solo para comprobar que el resultado no iba a distar mucho de aquellas realizadas tras haber estudiado y hecho tus tareas a diario.
De repente, nos sentimos como aquel monje francés que la jodió haciendo vino, y al probarlo resultó que no estaba tan mal. ¡Hostias, Champagne!. Resulta que había una manera de seguir sacando los cursos adelante a la vez que te pasabas la tarde leyendo mierdas con espadas y dragones, mandando SMS, haciendo el cabrón en el Messenger, echando pachangas o jugando a la Play. ¿Esto lo sabía alguien? ¿Era legal? Bueno, iremos viendo, nos dijimos.
Y así pasaría la siguiente década y media de nuestras vidas.
Lo que ahora sabemos es que resulta que sí que había un peaje a pagar: escuchar constantemente a agoreros y pesados hablar sobre cómo iba a llegar un día en el que nos pegaríamos la hostia. Sobre cómo el siguiente curso se nos iba a acabar el chollo. Y, por encima de todo, el maldito mantra de: «he hablado con tus profesores y dicen que podrías hacer mucho más de lo que haces; pero que eres un puto vago«.
Lo que ni ellos ni nosotros entendimos entonces, ni mi querido Andrés parece haber entendido esta temporada baloncestística, pese a estar siguiendo la NBA desde que no había línea de tres, es que no, no podríamos hacer más. Las personas somos como somos, y de la misma manera que todos entendemos que es estúpido pedir a un sordo que escuche, a un ciego que vea, a un cayetano que no haga ADE + Derecho, deberíamos entender que a un procrastinador no se le puede pedir constancia.
Va en contra de sus misma construcción psicológica.
Los Boston Celtics, como cualquier institución formada por personas tiene una idiosincrasia propia. Y a este grupo le conocemos desde hace seis años. Marcus Smart, Jaylen Brown, Jayson Tatum y Al Horford llevan compartiendo camiseta desde el año 2017 y sus equipos siempre, siempre, siempre, han tenido esta misma identidad.
¿Día grande? Partidazo, son el mejor equipo de la NBA.
¿Un miércoles en Orlando? Se pierde de 25.
¿Temporada de underdogs? Finales de Conferencia.
¿Favoritos al anillo? Segunda ronda de Playoffs.
Y así.
Aunque entendible, resulta gracioso leer a todos los aficionados y analistas que echan de menos a Ime Udoka. Parece que el recuerdo de las finales les ha hecho olvidar el primer y quinto partido de las semifinales de conferencia del año pasado contra los Milwaukke Bucks. O el tercero y sexto de las finales de conferencia contra los Miami Heat. Todos en casa, por cierto.
Si yo lo entiendo, es defendible que este equipo cuenta con más experiencia en post-temporada que aquellos Boston Celtics de 2008. Sí, aquellos que ganaron el anillo con un 16-0 en Playoffs y para nada llegaron a siete partidos en primera ronda contra los Atlanta Hawks de un novato Al Horford. Ni a siete contra un LeBron James acompañado de cuatro amigos. Tienen mucha más experiencia, ok, ¿y?
¿No tenías tú mucha más experiencia en los estudios a los 22 cuando fuiste de empalmada a un examen porque esa semana hiciste un maratón de Perdidos? ¿No la tenías cuando vas a currar y nada más montar en el metro o en el coche dices «¡Hostias, si hoy tenía que entregar/hacer esa mierda tan importante!»? Pues sí, pero como dice el escorpión de la fábula justo antes de morir: «Lo siento ranita. No he podido evitarlo. No puedo dejar de ser quien soy, ni actuar en contra de mi naturaleza, de mi costumbre y de otra forma distinta a como he aprendido a comportarme»
Pues los Boston Celtics lo mismo. Si quieres cabrearte con algo, cabréate con sus declaraciones post-partido, en las que aseguran que todo va a cambiar. Porque mentir a los demás está feo, pero mentirte a ti mismo es aún peor. No van a jugar mejor el siguiente partido salvo que tengan el agua al cuello. No van a jugar de manera seria los 48 minutos. No lo van a hacer porque no son ellos.
No son los San Antonio Spurs de Gregg Popovich, Tim Duncan, Manu Ginobili y Tony Parker. Son los Boston Celtics de Marcus Smart, Jaylen Brown, Jayson Tatum y Al Horford. Y si no puedes más, si no los soportas, respira hondo, coge el teléfono, llama a tus padres, y pregunta qué hicieron ellos.
Ya te lo digo yo: sentarse, disfrutar de los buenos momentos, no arrancarte la cabeza en los malos, y rezar para que no acabases en la cárcel.